MI BARRIO, MI VIDA
Caminaba por una estación del Metro, algo distraída pero apurada, impaciente. Me aboqué a mirar uno de los tantos “collage” que entretienen la espera del próximo tren. Un afiche llamó mi atención: Invitaba a cualquier mortal a escribir historias de su barrio. Eso me motivó.
No puedo negar que esta idea me tuvo enganchada todo el trayecto hasta mi casa. Mientras pensaba en todo lo que significaba empezar a relatar algunas de mis mejores anécdotas, una sonrisa pícara se dibujó en mi rostro. También sentí una presión en el pecho al acordarme de situaciones desgarradoras que más de una lágrima me ocasionaron.
Ya en casa, me tendí en la cama y mientras seguía tratando de elegir las historias a las cuales me abocaría, me concentré en observar el techo del dormitorio, que parecía a un cuadrado blanco de una sala de orates. Una sensación rara me embargó, de alguna manera el “cartelito del concurso” había removido mis entrañas. Tenía que traer al presente la relación con los vecinos con los que he compartido en estos últimos años, con todo lo que eso conlleva: gatos, perros, canarios, y por supuesto aquellos “sabios consejos”, que se reciben sin pedirlos.
Junto a mi familia llegué a este barrio hace nueve años, y buscando seguridad más que nada, elegimos un condominio de clase media. Admito que estaba feliz, pero al primer día, cuando desperté con los llantos del bebé del lado, me di cuenta que al parecer habíamos elegido una casa demasiado “pareada”, hasta comencé a escuchar el agua correr y el cantar de mi vecino bajo la ducha.
Cuando salí al balcón para contemplar la vista panorámica de mi barrio me encontré con una fábrica de cartones. ¡Plop! Al hacer memoria, recordé que habíamos venido un domingo a elegir la casa, cuando dicha fábrica estaba cerrada. Ya no había remedio y me resigné, pensando que ésta era una fuente de trabajo para muchos obreros, creo que en ese entonces yo era un poco más optimista.
En ese entonces yo era jefa de local de un salón de ventas de carteras italianas. Salía a las nueve de la mañana, para regresar de noche. Miraba de lejos el condominio, lo encontraba distinguido, el barrio hermoso con sus árboles. Sobresalían dos casas grandes al otro lado de la calle, me preguntaba quiénes vivirían allí.
Al llegar, meneando sus colas, siempre me esperaban dos quiltros enfermos de juguetones; otros perros de raza, ufanos y muy bien cuidados, me ladraban detrás de las ventanas. Me pregunto si al estar libres también serían capaces de recibirme alegres.
Los niños también se encariñaron con aquellos “quilterris”, que eran alimentados con sobras de comidas. Estos perrunos fueron bautizados como Jefferson y Flaviana. Era un cariño recíproco. Cuando queríamos travesear con ellos, había que hacerlo fuera del condominio, pues algunos vecinos no querían “malas juntas” para sus regalones. Eso no me gustó.
A medida que pasaban los meses ya tenía un perfil de mi barrio, con trece familias distintas había harto que observar. Tuve que empezar por asistir a reuniones de la Junta de Vecinos del condominio, donde claramente se manifiestan los que “llevaban la batuta”.
La presidenta quería apropiarse de un área verde común que colindaba con su casa; el aire olía a camaradería entre los votos que la apoyaban.
Reclamé, pues me pareció injusto que se aprovechara de un espacio que nos pertenecía a todos, así que me opuse rotundamente a ello. Creo que desde ese momento pasaba a ser persona “non grata” y fiel candidata al premio “limón”.
Resolvieron plantar pinos divisorios de dos metros para “apoyar el área verde”, que hoy sirven de barrera para que nadie pueda ver cómo la vecina organiza este espacio para su beneficio.
Estas situaciones me provocaban cierto cansancio, pero nada me alegraba más, cuando llegaba de mi trabajo y a lo lejos, Flaviana y Jefferson, me divisaban y corrían a encontrarme, sólo para menearme la cola, estampar sus sucias patas en mi uniforme y mordisquearme los talones. Con sendos hoyos en las panties y muerta de la risa supe que amaba a estos animales.
Los ácidos comentarios de la presidenta, que proclamaba a viva voz los abandonados que se sienten los niños cuando sus mamás salen a trabajar y quedan al cuidado de las nanas, realmente hacían cuestionarme mi felicidad. No puedo negar que un sabor amargo invadía mi boca, no sabía si esta señora tenía razón o su conducta reflejaba la rabia al no poder conseguir el voto para su “extensión de terreno”.
Poco a poco empecé a sentir que después de haber recorrido casi todo Santiago, había elegido mal el barrio. Preferí abocarme a mis otros vecinos y encontré gente muy simpática, aunque solo tenía los fines de semana para compartir con ellos, y a veces lo pasaba muy bien.
Descubrí que la vecina que salía a las cuatro de la mañana con una túnica blanca, pertenecía a una agrupación filosófica, que hasta hoy no sé como se llama. Sus niñitos eran los más rebeldes del condominio y se dedicaban a quebrar algunas plantas, después todos se sentaban en posición de yogui para entonar el “om”. Aunque no me gustaba que tuvieran, como mascotas, pajaritos encerrados en una jaula ni que destruyeran nuestra ecología, igual me reía harto con ellos.
También había un matrimonio que ocupaba la casa más grande, fueron los primeros en llegar. Él era psicólogo, ella asistente social, qué bueno pensé, por lo menos hay “cableado a tierra”. Siempre estaban prestos a solidarizar con los más débiles y a proponer acuerdos neutrales en las ya disputadas reuniones del vecindario, no duraron mucho en la directiva, ya que aún la familia más consolidada no puede con un conglomerado de compadrazgos, pensé que para ellos podría haber sido más fácil resolver nuestros conflictos y desacuerdos.
Era la primera vez que estaba en un barrio por tanto tiempo y el sentimiento comunitario estaba dándome la primera incertidumbre.
Conocí al vecino que vivía al final del pasaje, con su segundo matrimonio. Uno de los hijos, morenito, no se parecía a él, los otros sí. La señora no participaba con nosotros. Este caballero era el más divertido de todos, el alma de las fiestas, la simpatía hecha persona; el primero en sacar a bailar a esa vecina soltera, la que apoyada en sus ideas feministas se jactaba que no necesitó de ningún hombre para comprar la misma casa que elegimos todos. Yo la aplaudía, ella revolucionaba el vecindario, de vez en cuando la encontrábamos algo arista y distante, pero aún así pudo más que todas juntas con su independencia. Hasta hoy la sigo admirando. Eligió como pareja a un caballero de edad avanzada; cuando los chiquillos lo ven salir de su casa le gritan: “¡Calorub pa´l tata!”. Suerte que hay buen humor.
Y hablando de humor… está el matrimonio de profesores, con un “niñito” que mide casi dos metros. Viven con la suegra de él, su cuñado, un perro y una selva de cardenales rojos, blancos y violetas. Buenos para el carrete los profes. Toman del buen vino y su casa pasa llena de gente los fines de semana. Me acuerdo que en una de las últimas reuniones sólo se habló del salto de la profe por encima del portón eléctrico. Eran las cuatro de la mañana, sola y sin llaves, no pudo despertar a nadie en su casa, pero sí al resto del condominio. Pensamos que un ladrón estaba trepando el muro, pero era nada menos que la profe que venía de un “carrete”. Todos coincidimos en que lo tomado y lo bailado debía ser registrado en el acta.
Poco a poco sentía que empezaba a ser parte de un lugar, mi marido trabajaba en otras ciudades, solo compartíamos los fines de semana; conocíamos todo Chile por su trabajo. Con mis niñitas a cuestas, nos habíamos hecho casi nómadas, y ahora menos mal que ya pertenecíamos a un barrio.
Oriunda de Valparaíso, en Santiago no tenía a nadie. La imagen de familia que reflejábamos ante el condominio era fuerte, de unión sobretodo por el sólo hecho de no transar con las áreas verdes tan disputadas, pero de repente nos dimos cuenta que con mi marido, habían más cosas que nos separaban que las que nos mantenían juntos.
Llegó un momento, que no se lo deseo a nadie, cuando me pidió la separación, pues él no compartía la idea que yo trabajara fuera, porque sentía que las niñas quedaban abandonadas y nunca estuvo de acuerdo con tener nana. Sentí que el mundo se derrumbaba, pues no iba a renunciar a mi trabajo y eso significaba la separación inminente, y sin desearlo me convertiría en la “separada del barrio”. Con una enorme pena, tendría que afrontar las reuniones sola y con un fracaso a cuestas.
Llegó el día del aniversario del condominio. Recién separada, con evidentes signos de enclaustramiento, sentí que golpeaban a mi puerta una y otra vez, como para despertarme a la vida y animarme. Eran las mujeres del condominio, me traían una invitación para un asado bailable, la cual rehusé.
Eran la doce de la noche y mi dormitorio se remecía con la música. Esta vez mis hijas venían a buscarme. Insistentemente me pedían que me integrara: “mamá queremos verte como antes: alegre, que te diviertas”, me decían. Después de pensarlo unos segundos, acepté provocando un tenue brillo de emoción en los ojos de mis niñas.
Me levanté raudamente. El recuerdo de vida matrimonial se reflejaba en mis ojeras. Mirándome al espejo detenidamente tomé conciencia de mi delgadez y de los pómulos prominentes por sobre una piel pálida, que ahora comenzaban a cobrar vida gracias al maquillaje. Ya había perdido la cuenta de cuando había sido la última vez que me “producía” para una fiesta.
Me esperaba el asado y tal vez la oportunidad de integrarme nuevamente a la comunidad. Llegué de improviso ante la mirada atónita de mis vecinos, el abrazo de uno de ellos y el escuchar la palabra “bienvenida”, me remeció el alma. Preocupados por mi bajo peso me sirvieron un tremendo trozo de carne con hartas papas. Las preguntas por mi trabajo reemplazaban las que me hacían sobre mi ex marido. Se notaba algo de desconcierto al no saber qué preguntarme, y yo acepté que, desde ese minuto, todos ellos pasarían a ser como una familia.
Hacía bastante tiempo que no me sentía bien, lo que más me reconfortaba era ver a mis niñitas bailar animadamente. Armaron un trencito; me tomaron para una ronda, los seguí y empecé a darme permiso para disfrutar de algo tan simple. Seguí bailando y de repente paró la música, miré algo confundida y vi como la administradora del evento dio por terminada la fiesta. Con mis hijas nos encogimos de hombros y nos retiramos, dando las gracias por lo comido y lo bailado.
Después de unos días me enteré que algunas señoras sintieron celos de la “separada”. Sentí que las puertas femeninas me daban en las narices; me refugié en mi trabajo y mientras más conocía a mis vecinas, más amaba a Jefferson y a Flaviana.
Pasaron los años, mi barrio cambó: los árboles crecieron, los niños se hicieron jóvenes, y yo me sentía como en “stand by”, necesitaba proyectarme, asumir mi realidad, pero seguía añorando mi vida de casada. Igual fui a los Tribunales de la Familia para legalizar la separación. Nos encontramos allí con mi marido, o mi ex, y después de no sé cuántas charlas de la orientadora matrimonial, ambos sentimos que jamás debíamos habernos separado, recuerdo que estábamos citados por última vez, ya estaba todo listo, solo faltaban nuestras firmas, y nos sentamos en los peldaños de la escalera de aquel frío edificio, nos miramos y empezaron a caer las lágrimas, un abrazo nos estremeció y no queríamos soltarnos ni entrar a esa oficina, ambos sabíamos que quizás esa sería la última vez que nos abrazaríamos. Varias personas salieron a mirar, pero nadie quería interrumpirnos, menos las funcionarias de los Tribunales de la Familia, hasta que nos llamaron casi a la fuerza para decirnos que al parecer no necesitábamos una separación, sino que más tiempo para conversar y tal vez darnos otra oportunidad.
Éramos dos personas distintas, ya más maduras y con toda la libertad del mundo volvíamos a querer estar juntos. No fue fácil, yo algo cansada de trabajar, renuncié, previo compromiso, por parte de él, de que nunca más yo tendría la necesidad de salir de la casa para ser valorada. Era la primera vez en quince años que la persona más importante en toda mi vida me decía: “quiero envejecer contigo, quiero ser dueño de todo tu tiempo, quiero que me devuelvan mi exitosa, pero trabajólica, señora.”
Fui testigo de cómo mi marido se integraba al barrio. Uno de los vecinos que más difícil me hizo la vida en las reuniones, lo abrazó y le dijo que jamás debería haber estado ausente.
Ya han pasado cinco años de aquel entonces. Una de mis hijas es universitaria y gran amiga del hijo del vecino de la casa grande del frente. Mi hija más pequeña, con la que bailamos tanto la noche del asado aquel, ya va a cumplir 15 años, y seguimos bailando harto, pero en el living de la casa.
Mi marido sigue viajando, y hoy, un poco más viejos, lo único que queremos es estar más tiempo juntos, pero su trabajo lo impide. Yo salgo al mismo balcón de hace nueve años y saludo a la vecina, hoy dueña de toda la industria de cartones. La veo sonriente, se separó, pero ya tiene una nueva pareja.
Mis vecinos de la casa colindante, han dejado de escuchar música esotérica, creo que también se separaron, ya no se ven las túnicas colgadas, ni se sienten los canarios. A veces me encuentro con sus hijos, también grandes, pero con una gran incapacidad para comunicarse, el “hola” ni se les escucha. Mis plantas están a salvo, aunque preferiría seguirlas cuidando de ellos. Tengo pena y no sé por qué.
No nos hemos dado ni cuenta cómo han pasado los años. Tuve que acostumbrarme a muchas cosas que no esperaba, ahora más tranquila, tengo tiempo para observar y entender mejor la vida en comunidad, aunque me siguen golpeando fuerte ciertas cosas. La semana pasada los niños gritaban avisando que la perrera se había llevado a la Flaviana. Afortunadamente Jefferson escapó. Aquel día no meneó su cola, llegó por la noche, se echó sobre el pasto, con su mirada fija en la cuadra, apenas notó que me senté junto a él. Lo acompañé hasta la madrugada.
Hoy ya tiene nueva novia, una perra “rucia” que no se mueve del su lado.
Quienes formamos parte de un barrio, de alguna manera también somos parte de la historia de nuestros vecinos, porque si comparamos, yo no llevo viviendo nueve años al lado de mi mamá o mi suegra, llevo nueve años al lado de doce familias que no tienen ningún vínculo sanguíneo conmigo, sin embargo nos hemos visto envejecer; nuestros hijos han crecido y estudiado juntos; hemos llorado por la Flaviana; los jardines han renovado rosas durante una década, hemos chocheado con los bebés que han llegado ahora último; nos protegemos mutuamente para los temblores; salimos todos cuando una alarma suena de noche; nos angustiamos si nuestros jóvenes van a sus fiestas; nos preocupamos si llega una ambulancia… Hemos desarrollado valiosos lazos de amistad, sentimientos profundos y fuertes, que ojalá perduren y sigan amaneciendo cada vez que abrimos las puertas de nuestros hogares.